4 de mayo de 2010

Cincuenta "verdades" del fútbol

En esta época tacticista, en la que la discusión sobre sistemas lo ocupa todo, se olvidan muchas veces ciertas "verdades" básicas del fútbol. Quizá un gran equipo, más allá del sistema de juego, sea en definitiva el que pueda cumplir la mayor cantidad de esas "verdades". Tal vez entre ellas estén algunas de las que se citan a continuación. Este blog, desde luego, no pretende reclamar la autoría ni siquiera de una de ellas, sino simplemente obrar como recopilador de un conocimiento recogido a través del tiempo:

1.
El fútbol es un estado de ánimo. La técnica no garantiza el buen desempeño. Equipos con grandes jugadores han fracasado. Equipos con jugadores “medios” han cumplido grandes campañas.

2.
Toda táctica tiene su lado flaco: la manta corta, como dijo Tim.

3.
Jugar al vacío puede ser más importante que jugar para adelante.

4.
Todo partido tiene tiempos internos. Saber interpretarlos da ventaja. La ansiedad no los elimina, sino que los confirma.

5.
Jugar sencillo es lo más difícil, porque si bien es más fácil técnicamente, exige tener una comprensión general del juego.

6.
En la cancha se ven los pingos. Jugador obediente, sin iniciativa, es pan para hoy y hambre para mañana.

7.
El fútbol es un juego de equipo. Ningún jugador gana un partido por sí mismo.

8.
Todo gran equipo necesita tiempo. Un equipo no es una colección de estrellas ni se forma de la noche a la mañana.

9.
El partido dura 90 minutos.

10.
Los de afuera son de palo. Un buen equipo juega bien en el ambiente que sea.

11. La formación de un jugador tiene unos tiempos que son ineliminables.

12.
Todo lo que va, vuelve. Humillar al contrario es peligroso. Vencerlo, no.

13.
No hay rival fácil. La confianza es el peor enemigo de cualquier equipo.

14.
La ansiedad quita tiempo. La paciencia, lo amplía.

15.
El fútbol no es para los vivos, ni siquiera para los más técnicos, sino sobre todo para los más inteligentes.

16. Marca el pase el que recibe, no el que tiene la pelota.

17.
El pase nunca puede ser horizontal a la línea de fondo.

18.
Hay que ser ancho para ser profundo. Hay que “alejarse” del arco para estar más cerca de él.

19.
Todo gran equipo necesita un técnico dentro de la cancha.

20.
El error es ineliminable del fútbol. Éste es la dinámica de lo impensado.

21.
No se dribla donde se puede, sino donde se debe. Cuanto más lejos del arco propio, en todo el ancho del terreno. Cuanto más cerca, más afuera que adentro. Lo correcto sería hacerlo sólo de trescuartos en adelante.

22.
Buen jugador, especialmente los volantes creativos o los definidores, son los que saben qué van a hacer antes de recibir la pelota.

23.
En la cancha hay que hablar.

24.
Trasladar mucho la pelota, aunque brinde la sensación de ganar terreno, es quitarse espacios, encerrarse solo, y perder sorpresa. Aunque la pelota recorra el mismo trayecto, es preferible que lo haga pasando por distintos jugadores, para ganar sorpresa y “mover” al equipo contrario.

25.
El arquero es el primer atacante y el nueve, el primer defensor.

26.
Siempre es bueno terminar la jugada en ataque, aunque sea tirando afuera, porque da tiempo al equipo a volver y reacomodarse.

27.
El amague es requisito de la definición.

28.
Penal bien ejecutado es gol.

29.
Sin cambio de ritmo en trescuartos, no hay ataque efectivo.


30.
El cabezazo frontal en ofensiva bien ejecutado es el que hace picar la pelota antes de que el arquero llegue ella.

31.
En ataque, centro llovido, centro perdido.

32.
En el contraataque, el “segundo” delantero no tiene que pasar la línea de la pelota ni la del último defensor. No está más cerca del gol por correr más ni más rápido que el contrario, sino moviéndose mejor, siguiendo el ritmo de la jugada: ofreciéndose a su compañero.

33.
Buen definidor es el que apunta junto a los pies del arquero que sale a taparlo, porque así le genera la máxima dificultad para llegar a la pelota. Y también el que patea justo cuando el arquero da el paso al frente.

34.
En un centro, se mueve bien el atacante que amaga al primer palo y va al segundo.

35.
El centro atrás es el más difícil de marcar para los defensores y el arquero. Por eso en banda hay que desbordar e ir al fondo, no girar y encarar en diagonal al arco. El camino más largo es el más peligroso. El más corto, el menos.

36.
Una pared bien ejecutada es imposibe de marcar.

37.
Una barrera bien formada es aquella en la que “sobra” un jugador en el segundo palo, y la que deja ver al arquero desde su palo.

38.
Defender mal es perder la marca por mirar la pelota.

39.
El primer objetivo de un defensor es defender. Luego, si acaso, atacar.


40. Un defensor bueno es el que se anticipa al amague del atacante, engañando al engañador.

41.
Jugador que quita el cuerpo para evitar la pelota, ventaja para el contrario.

42.
Cuando el equipo ataca –especialmente cuando tiene un corner a favor-- los defensores tienen que tomar al delantero contrario sin darle ni un centímetro de ventaja, por más lejos que estén del arco y por más lejana que parezca la posiblidad de que el contrario ataque.

43.
En situación defensiva, nunca se juega la pelota hacia adentro.

44.
Se cabecea con los ojos abiertos.

45.
No cabecea mejor el más alto, sino el que mejor salta y el que mejor se ubica.

46.
El área chica es del arquero.

47.
En el penal, el arquero tiene que aguantar (el delantero, también).

48.
El arquero ataja con el cuerpo, no con las manos. El cuerpo tiene que estar, siempre que la jugada lo requiera, “detrás” de las manos.

49.
Para el arquero, en un mano a mano, cuanto más cerca del delantero, más le achica el arco.

50.
El arquero nunca puede despejar o dar rebote hacia adentro, sino hacia los costados.

9 de noviembre de 2009

Los géneros del fútbol

Quienes defienden el fútbol como juego, suelen decir —contra los que entienden el fútbol básicamente como resultado— que el score no dice todo de un partido. Y tienen razón.

Sin embargo, muchas veces el resultado indica algo más, e incluso mucho más. El hincha de fútbol, cuando intenta predecir —con esa mezcla de ansiedad, miedo y deseo que envuelve lo incontrolable— qué va a pasar en el próximo partido de su equipo, está también imaginando un trámite, cómo va a ser ese partido. Más aún: no podría pensar un resultado, sin pensar qué tipo de partido será. Así se explicita al pronosticar “salen 0-0 porque va a ser un partido peleado más que jugado”; “va a haber muchos goles porque son dos equipos ofensivos y con defensas más bien flojas: puede ser un 4-3, 3-2, etc.”; o “sale 1-0 y lo gana el que esté más concentrado o tenga más suerte”.

En efecto: hay partidos típicos o paradigmáticos, modélicos. Pero no porque sean los ideales, sino porque representan lo que podríamos llamar un género de partido de fútbol. En el fútbol hay géneros, como en la literatura o en el cine, entendiendo los géneros como las distintas clases en que se pueden agrupar o clasificar las obras (los partidos) según rasgos comunes de forma y contenido.

La definición de género, tanto en literatura cuanto en música o en cine, es problemática, y remite en definitiva a una definición de la propia literatura o de la propia música. La pregunta por los géneros presupone un modo de entender la disciplina que los abarca, y por eso es dinámica y polémica.

En el fútbol parece ocurrir en parte lo mismo y en parte no. Porque, por un lado, determinados partidos —el 0-0 parece el mejor caso— para algunos no merecen siquiera pertenecer a la disciplina como tal, mientras para otros son “el partido perfecto”. A la inversa, los partidos de muchos goles, para algunos son el fútbol en su máxima expresión, y para otros no son más que un cúmulo de errores, de los cuales sólo puede disfrutar un espectador superficial, no un hincha involucrado ni no un entrenador o alguien que sepa.

Pero, por otra parte, en fútbol probablemente haya una coincidencia mayor en cuanto a la clasificación de los géneros, más allá del modo de entender el juego, si como resultado o como “estética”.

El modo de acceder al género en el fútbol no es sólo el resultado. También el trámite es síntoma del género. En este sentido, tanto los que ven el fútbol como resultado, cuanto aquellos que lo ven como juego, pueden estar tranquilos: resultado y trámite son indicadores de género. O, mejor dicho, pueden serlo.

Pero ¿cuáles son esos géneros? Veamos.


Los géneros a través del resultado: algunos ejemplos no exhaustivos

Para todos estos géneros, un tipo de resultado es un componente necesario, ineludible. Aun cuando el score —como se verá— no lo diga todo, tiene que haber una cierta relación numérica que opere como requisito para identificar el género del que se habla.

1. La remontada

Un 2-0 que se transforma en 3-2 sería un género. A él podrían pertenecer también un 3-0 que termina en 4-3, e incluso un 3-0 que acaba en 3-3. Son todas variantes de lo que en España se llama una remontada, y que en Argentina recibe el nombre de“levantar el partido” o “darlo vuelta”.

El nombre español es más genérico, y admite sin distinción un 3-2 y un 3-3. La denominación argentina distingue entre ambos resultados: el primero equivale a “dar vuelta un partido”, mientras que el segundo supone “levantar un partido”.

Otra forma de remontada es la que se da en un partido pero teniendo en cuenta el global de una eliminatoria a doble partido. Son los llamados también “típicos partidos de Copa” —aunque esta denominación no se use sólo para esto—, refiriéndose a las Copas Libertadores, de Europa (ahora Champions League) o del Rey, en el caso de España. Son esos partidos en los que el equipo local debe marcar una determinada cantidad de goles para “dar vuelta” la eliminatoria o “remontarla”. Se reconocen fácilmente porque son los que dan lugar a esos momentos de confusión mental en los hinchas de ambos equipos, que en el fragor del juego, comienzan a hacer cálculos acerca de cuántos goles hay que hacer teniendo en cuenta cuánto vale el gol de visitante… Los números se atropellan en la cabeza o se diluyen rápidamente a golpe de contraataques, corners u offsides mal cobrados…


Un subtipo del género remontada puede ser el 2-0 que acaba en 2-2. No tiene la épica del 3-2 o del 3-3, sencillamente porque la diferencia que se levanta no es tanta, y porque al fin y al cabo no acaba en triunfo, no se “da vuelta” el partido (el 3-3 sí sabe a triunfo precisamente porque se remonta una gran distancia).

Un signo de que cabe hablar de género en el 2-2 que se consigue de este modo es el para muchos falso debate acerca de que el 2-0 es “el peor resultado”. Cuando se dice tal cosa, se alude a que precisamente tal score da una confianza al vencedor transitorio que, combinada con una distancia relativamente corta y la sensación del perdedor momentáneo de que ya no tiene nada más que perder, puede generar un efecto motivador en el equipo que va abajo en el marcador que lo relance para conseguir el empate.

2. El partido cerrado

Otro género es el 1-0, cuando el partido es peleado, cerrado, y se resuelve por lo que ahora —no casualmente, en una época de énfasis en la táctica— se llama “detalles de un partido”: una jugada de estrategia aprovechando una pelota “parada”, un error no grosero en una marca o en un offside, un destello de un delantero rompiendo una defensa bien organizada y eficiente,

e incluso una “avivada” de un jugador al ejecutar rápido un tiro libre. Este género es el prototípico de las finales o partidos decisivos a eliminación directa cuando los equipos son parejos.

3. El partido "loco"

Un género que combina los dos anteriores podría ser el del partido que “se vuelve loco” o partidazo. Es también un partido parejo, pero por lo abierto y no por lo cerrado del juego. Esto es: tiene lo parejo del 1-0 o del 0-0, pero también el vértigo de la remontada, multiplicado si cabe, pues de él participan y sacan partido ambos equipos. Son los extraños partidos del 4-4 o incluso 3-3.

La diferencia con el 3-3 de remontada —y acá se ve cómo el resultado ya comienza a no decir todo— es que el empate o la victoria se va construyendo como “en escalera”: 1-0; 1-2; 2-3; 4-3, o todas las combinaciones y alteraciones del resultado posibles siempre que no se produzca una diferencia de más de un gol entre ambos equipos.

4. La goleada

¿Qué es una goleada? Todo hincha sabe y a la vez no sabe la respuesta. A partir del 4-0 en adelante, hay consenso en cuanto al género de partido: es sin duda una goleada. Pero no hay tal consenso respecto de un 3-0 o un 4-2, por ejemplo.

Acá nuevamente hay que combinar resultado y trámite. El resultado no lo dice todo en todos los casos. Una diferencia de cuatro goles (desde el 4-0 al 5-1, pasando por el 6-2) es goleada, pero no lo es necesariamente el número de goles que se marcan: ¿6-4 es goleada? No parece, pero sin embargo tampoco es equivalente a un 2-0 o a un 4-2, pues está más cerca de la goleada que estos resultados.

Para que haya goleada tiene que haber una diferencia sobre todo en el juego, que como se sabe no siempre se traduce en el resultado, pero que a la vez en este caso, para que pueda hablarse de goleada, sí tiene que reflejarse en el resultado. Porque una goleada es básicamente un resultado, no un trámite, aunque tiene que tener elementos de éste.

Así lo atestigua el veredicto de dos de los hits más duraderos del cancionero futbolero argentino: no se canta en la misma situación aquello de “despacito, despacito, despacito…”, que el “es un afano, suspendanlón”. El primero tiene en común con la goleada la “humillación” del adversario, que si cabe es más cruel porque se construye de a poco (y de ahí la metáfora escatológica en el verso), lo cual le quita por otra parte el componente de dominación completa del trámite a lo largo de todo el partido, clave para una goleada.


Los géneros a través del trámite: algunos ejemplos no exhaustivos

En estos géneros, el peso decisivo recae en el trámite del partido, que admite varios resultados posibles.

1. Ataque continuado vs. “salir a esperar”

Este género de partido suele darse típicamente cuando el equipo grande recibe a un equipo chico de local. Tiempo atrás, un Real Madrid-Valladolid o un Barcelona-Racing de Santander eran análogos a un River-Chacarita o a un Boca-Banfield. Hoy las cosas han cambiado mucho en el fútbol argentino, no así en el español.

Este partido —como el de los demás géneros— ya lo vimos. El local domina el trámite y el partido se juega en campo del visitante, que se planta con dos líneas de cuatro y un único delantero que espera su oportunidad. El visitante ni siquiera contragolpea por sistema. Sólo lo hace cuando el equipo local lo deja, por cansancio, despiste o fruto de una jugada azarosa. Para la visita y para el local, resultan claves los primeros quince minutos del primer tiempo y, en caso de que el marcador no se abra, también los del segundo tiempo. Si persiste el empate, los últimos diez o quince minutos de partido suelen encontrar el local volcado en el área visitante, expuesto a una contra letal, y al visitante colgado del travesaño, su único delantero incluido…

El trámite puede acabar con un 0-1, merced a lo que con toda propiedad se llama “un gol de otro partido” de la visita, o con una goleada del local forjada a partir de un gol en el primer tercio del segundo tiempo que acaba desfondando al visitante, carente de plan B. También cabe un 1-2, con remontada del local, o incluso un empate merced a un gol inesperado del visitante, a consecuencia de la relajación del local una vez hace el primer gol y cree cerrado el partido.

Todos estos resultados caben en un mismo trámite dominante en general durante todo o gran parte del partido: ataque continuado contra defensa cerrada, sin contragolpe sistemático. La dinámica del juego y de las situaciones arroja luego combinaciones y desenlaces varios, aunque no infinitos.

Estos partidos suelen a menudo combinarse con situaciones externas al juego mismo. Son las que le agregan dramatismo al escenario de partida, marcado por la presión que tiene el grande de lograr algo que tiene al alcance de la mano, pero que puede frustrársele: el triunfo sobre un rival menor que está además en situación de desventaja de campo. Nos referimos a cuando el local “viene mal”, o su técnico cuestionado, o su público insatisfecho con su juego, o cuando viene de perder el clásico o de ser eliminado en otra competición importante. Entonces estos partidos a priori sencillos pueden cumplir el papel de gota que rebalsa el vaso, incluso cuando se gane, pero se lo haga agónicamente o sin brillo.

2. Grande contra chico fortalecido por su localía

Quizá la inversa del género antes descripto se da cuando el equipo grande debe ir a jugar a la cancha del equipo chico. Un subtipo de esto es cuando el presente del equipo chico está por encima de su media histórica; es decir, cuando es el “equipo revelación”.

El primer caso, es sobre todo el que se da cuando el grande debe visitar en campos visitantes siempre difíciles. En Argentina, son los partidos en Rosario, en La Plata, o en canchas del área metropolitana pero de tamaño reducido o de ambiente caliente (Argentinos Juniors, Banfield, Chacarita). En el caso de España, dado que las diferencias entre grandes y chicos son más respetadas por todos los equipos, estas salidas resultan menos traumáticas para los grandes, pero no obstante siguen siendo complicadas, lo cual se puede medir por la gran diferencia que supone jugar contra el mismo rival de local que de visitante. Nos referimos, por ejemplo, a Pamplona (Osasuna), Valladolid, Racing de Santander, etc.

El caso del chico fortalecido, que es la revelación, jugando de local contra un grande varía mucho, por definición, según el momento histórico, pero sería hoy el caso en Argentina de un Banfield-Boca, o de un Colón-San Lorenzo, o un Lanús-River. En España suele darse menos frecuentemente, pero han sido en las últimas décadas equipos revelación Albacete, Mallorca, Betis, Rayo Vallecano, Tenerife, etc., y siempre han causado problemas a los grandes en sus visitas, aun cuando éstos eran punteros. Baste recordar las dos ligas perdidas por el Real Madrid en Tenerife en la última jornada y a manos del Barcelona, en el 90-91 y en el 91-92.

Un subtipo de esto es cuando un grande debe visitar un mediano-grande, con lo cual las fuerzas ahora sí casi se emparejan. Sería el caso de un Vélez-Boca, o un Newell’s-River; o, en España, un Valencia-Real Madrid o un Athletic de Bilbao-Barcelona.

3. El clásico

El consenso respecto del clásico —sea entre equipos grandes o chicos— viene dado por la frase de que “es un partido aparte”, en el que “no importa cómo vienen los equipos”. Puede criticarse esta perspectiva, pero no faltan ejemplos que parecen darle la razón. Históricamente, podría citarse el ejemplo del clásico platense, en el cual la diferencia de palmarés entre ambos equipos no se refleja en el historial de sus enfrentamientos, mucho más igualado.

4. Duelo entre grandes transformado en choque entre grande y chico

Este género abarca los partidos en los cuales dos grandes se enfrentan pero el trámite, si no se supiera quiénes juegan, parece uno entre un equipo grande que supera ampliamente a un equipo chico, quizá con la excepción de que el ahora “chico” no sale a defenderse o cuidarse, sino precisamente porque confía en su prestigio e historia, juega de igual a igual pero es dominado y superado con claridad. Podría decirse que el chico deviene tal por obra de la pura competencia, del juego.

Ejemplo de esto son las eliminatorias europeas entre el Milan de Sacchi y el Madrid de la Quinta del Buitre de fines de los ochenta, saldadas con goleadas para los rossoneri, pero sobre todo por un baile (la antigua denominación de “pesto” parece más adecuada) monumental en el campo de juego.

En Argentina, en los últimos años se dio así en el River-Boca del Apertura 03-04 —recordado por el desmpeño del volante boquense Pedro Iarley—, y en el Boca-River del Clausura 02-03, recordado por el gol de Ricardo Rojas.


El género: ¿lógica o construcción?

Más allá de la discusión sobre qué es un género y/o cuáles son, hay un elemento que perdura: la noción de que los géneros les sirven tanto al autor como modelo, cuanto al lector para construir sus expectativas.

Esto, aplicado al fútbol, resulta verosímil: no se juegan (los jugadores o autores), ni se viven (los hinchas o lectores) igual todos los partidos. Pero no sólo porque el juego arroje una dinámica u otra dependiendo de la inspiración o de la táctica propias y/o ajenas, sino porque tanto jugadores, técnicos e hinchas imaginan cómo será el partido en función del género al que pertenece, en el cual se lo puede clasificar de antemano, y así acaban produciéndolo como tal. El género, así visto, es una suerte de profecía autocumplida. Dicho en palabras más sonoras, tiene un carácter performativo o ilocucionario: produce aquello que nombra a medida que lo dice. Las expectativas creadas en función de una história del género acaban en buena medida cumpliéndose.

La imaginación genérica también incide en las exigencias. El mismo hincha que exige ganar por goleada un partido contra un equipo que considera inferior, se contenta con ganar “en el último minuto y de penal” el clásico. Jugadores y técnicos cada vez más se animan a explicitar esta regla cuando dicen, por ejemplo, “las finales o los clásicos no se juegan, se ganan”.

Este carácter circular de la expectativa y su realización, permite preguntarse si los géneros son históricos, construcciones, o responden a una lógica del juego, según la cual —más allá de los protagonistas— siempre habría más o menos ciertos géneros de partidos en el fútbol.

Quizá por eso hoy en día —en una época de muchos partidos y diferentes competiciones— uno de los principales problemas que enfrentan los técnicos —y los jugadores, amén de los hinchas— sea el de la motivación, que no sería otra cosa que la exigencia de rendir igual sea cual fuere el género del partido que les toca jugar.

Se puede pensar, por ejemplo, cómo sería un fútbol sin equipos grandes y chicos en función del presupuesto, al contrario de lo que ocurre sobre todo en Europa, pero también todavía en Sudamérica. Es decir, qué ocurriría si las categorías se organizaran sólo por potencial y méritos, sin mediación alguna del presupuesto. O, a la inversa: sólo por presupuesto, que sería una forma más antipática, pero más justa al fin y al cabo que la otra, una vez aceptada la mercantilización del fútbol, de alcanzar una paridad similar a la de las categorías del box.

Sea porque han sido construidos históricamente así, o porque deriven de la lógica del juego mismo, cabría decir entonces que en el fútbol hay géneros. Lo presentado aquí es una aproximación a una clasificación, tomando como criterios tanto el resultado, cuanto el trámite. En verdad, no es nada más que un intento de clasificar algo que ya está en la mirada de todo hincha, de todo aquel que ha visto fútbol y busca predecir esa no obstante siempre presente dinámica de lo impensado.

28 de septiembre de 2008

Sobre la alternativa "ganar o jugar bien"

No en cualquier época se hace cualquier pregunta. La disyuntiva “jugar bien o ganar” es la propia de los años tacticistas y resultadistas del fútbol. Es decir, desde mediados de los ochenta hasta nuestros días, aproximadamente.

La pregunta pone en juego una elección entre medios y fines, entre lo bueno (el medio, el buen juego) y lo útil (el ganar). Viene a plantear hasta qué punto son importantes los medios en relación al fin. Dando por presupuesto que todos buscan el mismo fin (ganar), lo que pregunta en definitiva es hasta qué punto se está dispuesto a negociar el estilo de juego con tal de alcanzar la victoria.

Esta contraposición puede ser planteada porque el fútbol tiene dos características decisivas. Una es tal vez única y distintiva de este juego: con toda probabilidad, se trata del único deporte en el que el equipo que juega peor que el rival puede no obstante ganarle. Baste recordar como paradigma el partido Argentina-Brasil del Mundial ’90. La otra es la que metafóricamente se describe como “la manta corta de Tim”, y es un rasgo general de cualquier juego: al elegir el modo de practicarlo, hay que pagar un precio: o de privilegia la defensa y por tanto se descuida el ataque, o lo contrario.


La pregunta tiene sentido que sea respondida bajo dos condiciones. Una es admitir que todo depende de un cálculo de probabilidades, porque el fútbol es la dinámica de lo impensado (otra cosa es en qué grado), y que por lo tanto las respuestas posibles son apuestas. Y otra que la disyuntiva no tiene valor si se toma como muestra un partido, pues lo que sucede en él es excepcional (puede ganar el peor), mientras que en un torneo —sobre todo si es todos contra todos— es casi imposible que gane el que no ha sido el mejor.

Dos respuestas, dos escuelas

Ante la disyuntiva entre ganar o jugar bien aparecen fundamentalmente dos respuestas. Una posición, comúnmente llamada “resultadista”, afirma que no le interesa qué medio elegir (el cómo jugar) con tal de ganar, mientras que la otra, “ofensivista” o identificada con el llamado buen juego, dice que tanto el medio cuanto el fin importan, y por lo tanto prefiere jugar bien tanto como ganar.


La primera posición absolutiza el fin y por tanto relativiza los medios. Asume que existe esa tensión entre lo bueno y lo útil, entre fines y medios, y que hay que pagar un precio, que en este caso sería el del medio o la estética del juego, el cómo. Además, afirma que en el fútbol no hay más que hinchas, y que el criterio de éstos es juzgar por los resultados; es decir, que para ellos el fin es absoluto y los medios no cuentan.

La segunda posición navega entre dos actitudes. Por una parte, asume la tensión entre fines y medios, entre lo bueno y lo útil, pero a la vez cree que se puede resolver, ya que considera que el buen juego no es tan sólo algo bueno en sí mismo, sino también útil, pues jugando bien habitualmente se gana o se gana más de lo que se pierde. Reconoce la tensión, pero cree que estadísticamente acaba diluyéndose, al decantarse a favor de una armonía final entre medios y fines, lo bueno y lo útil. Por otra parte, sostiene que ese fútbol es “el que le gusta a la gente”, especialmente al hincha argentino, pues esta escuela —a diferencia de la otra, preocupada por los avances del fútbol, y que se autocoloca en un escenario internacional— habla desde y para “el viejo y querido fútbol argentino”.

La pregunta por una parte, y las dos posiciones por otra, dan por sentado algunos presupuestos que merece la pena revisar. Veamos primero los presupuestos de cada posición.

Presupuestos de la posición resultadista

La posición resultadista es la que hace la pregunta, en verdad. Es la que la ha formulado, casi como desafío —para no decir arma arrojadiza— a la otra posición, la que prioriza el buen juego.
Por lo tanto, la escuela resultadista es la responsable de los términos en que está hecha la pregunta. Con esto se quiere resaltar que, contra lo que parece, una pregunta afirma cosas, no sólo interroga. No hay interrogaciones neutrales, sino que todas están hechas siempre desde un terreno de valores y presupuestos.

El centro de la respuesta resultadista consiste en presentar la opción “ganar” como análoga a la opción “jugar bien”, si bien más valiosa que ésta.


Aquí parece haber una inconsistencia. Porque “ganar” no puede ser escogida como opción o fin sin a la vez tener que elegir una opción por los medios. No hay modo de proponerse alcanzar un fin, por absoluto que éste sea para uno, sin tener que pensar en los medios. Sobre todo en el fútbol —o en cualquier juego—, en el cual la táctica (los medios) es inescindible de la estrategia (el fin).

"Ganar", en ese sentido, no es análoga como opción a la elección por un estilo de juego, porque el triunfo no es un estilo de juego, sino que lógicamente presupone algún estilo, que habrá que explicitar cuál es.

De hecho, esto parece desnudar una contradicción de la posición resultadista: por un lado su discurso es cien por cien táctica, pero por otro dice que ésta no le interesa, porque lo único importante es la estrategia, que es el fin, ganar.

Además, si el fin es tan importante, y los medios son tan relativos e intercambiables unos por otros, esta posición resultadista no tendría por qué tener tanto recelo o mostrarse tan crítica con lo que no es sino una táctica más entre otras: el fútbol ofensivo.

Más aún, siendo coherente con su posición, tendría que afirmar que en el caso en que conviniera (por ejemplo, si contara con jugadores extraordinarios para el fútbol ofensivo), estaría dispuesta a practicar la táctica del fútbol ofensivo, pues sería el mejor medio disponible para alcanzar el único fin que importa (ganar). Salvo que considere que el fútbol ofensivo es o se ha vuelto inseguro, vulnerable en sí mismo, lo cual determina que haya que rechazarlo en cualquier circunstancia como medio apropiado. En ese caso, entonces, debería esta posición renunciar a su principio de relativizar los medios, ya que hay uno que ha absolutizado como inconveniente en cualquier caso: el fútbol ofensivo.

Por otra parte, si —como se anotó más arriba— esta posición formula la pregunta como desafío a la posición ofensivista, ya que sospecha que el discurso del buen juego es hipócrita, y que enmascara con buenas palabras lo que es la intención de todos los que juegan al fútbol, ganar por encima de todo, entonces está diciendo que su propia posición es en verdad compartida por todos. Si todos están interesados en el mismo fin, habría entonces que discutir sólo de táctica…



En definitiva, la discusión sobre los medios es ineludible. Relativizar los medios no equivale a despreciar la discusión sobre cuáles se van a aplicar. En todo caso, la posición resultadista debería decir, si quiere ser coherente: me adaptaré a lo necesario en cada momento para alcanzar el triunfo (incluido el fútbol ofensivo, llegado el caso). Iré cambiando mi táctica a fin de que sea lo más agresiva posible para mi rival. Esto sería más coherente con la posición que sí enarbola acerca de la necesidad de actualizar permanentemente los esquemas tácticos y con su crítica de la posición del fútbol ofensivo, en tanto la encuentra atrasada y obsoleta para el fútbol de hoy.

Presupuestos de la posición ofensivista

El presupuesto central de la posición ofensivista aparece a la hora de definir qué sería lo opuesto a la indiferencia por el modo de juego. Es decir, cuando delinea qué significa preocuparse por jugar bien, o en qué consiste jugar bien.

La posición ofensivista se levanta —de ahí su nombre— sobre el presupuesto de que jugar bien equivale a jugar a la ofensiva (no diré jugar bien con jugar “lindo”, porque esta última expresión es un modo peyorativo de referirse al juego de ataque, para resaltar su presunta ingenuidad).

Muchos de los defensores (valga la expresión) del fútbol de ataque afirman que hay mucha maneras de ganar, pero que la única manera de jugar bien al fútbol es jugar a la ofensiva.



Según estos últimos, habría una diferencia estética irreductible a favor del juego ofensivo en comparación con el juego defensivo o el de contraataque, por nombrar los estilos fundamentales. Brasil ’70, Holanda ’74, Brasil ’82, Francia ’86 serían más estéticos que los grandes equipos defensivos, como la Italia ’82 o la del 2006, que la rocosa Alemania del ’74 o el “equilibrado” Brasil del ‘94 o del 2002.

Hay que distinguir dos problemas aquí. Uno es la asimilación entre jugar bien y jugar ofensivamente, y otro entre jugar bien y jugar estéticamente.

Jugar bien y jugar a la ofensiva

El fútbol, como juego que es, admite muchos estilos. Para decirlo rápidamente: ofensivo, defensivo, contraataque, posesión de la pelota o no, forzar o esperar el error del contrario, y todas las combinaciones posibles entre ellos.

Los famosos esquemas tácticos o módulos (como dicen sus máximos cultores, los italianos) no son más que la expresión del estilo. Incluso más, pueden resultar engañosos, porque un mismo módulo —como el 4-4-2— puede jugarse con diferentes estilos. Sólo hay unos pocos que implican, sobre todo en la época actual, un estilo de juego —el 4-3-3—, aunque no sin reservas, porque se puede jugar ese módulo más o menos vertical, más a la sudamericana o a la holandesa, digamos. (Por eso la reducción del estilo al esquema táctico no muestra más que el empobrecimiento del discurso futbolístico de los medios, salvo excepciones.)


Al fútbol se puede jugar bien siguiendo diferentes estilos. Se puede ser un buen equipo defensivo, contraatacante, u ofensivo. Se puede jugar bien con o sin pelota. Se puede practicar bien el forzar el error del adversario, o se puede ser maestro en la espera del error del oponente. Incluso más, se puede jugar bien el juego corto o el juego largo (Capello decía que para él un pase exacto de 40 metros a la cabeza del nueve era más estético que varias triangulaciones a la holandesa). Para realizar bien esos estilos, hay que ser bueno, valga la perogrullez.

Jugar bien y jugar estéticamente

No obstante, es cierto que dentro de todos estos estilos bien jugados, hay algunos que en general (para el hincha y para el espectador) suelen resultar más estéticos o bellos que otros. La gran Holanda del ‘74 en general es considerada y resulta más estética que la gran Italia del ‘82.

Acá aparece entonces la relación entre jugar bien y jugar estéticamente. La pregunta sería ¿por qué determinado estilo bien jugador resulta en general más estético que otro estilo igualmente bien jugado?

Tal vez hay un modo de mirar el fútbol que puede estar determinando este plus estético a favor de un estilo y no de otro, ambos bien jugados. Veamos.

El fútbol como juego ha recorrido una trayectoria histórica que se podría decir que va del espontaneísmo ofensivista a la planificación táctica. Si el fútbol nació identificado con los goles, la técnica y el talento individuales, ha ido recorriendo un camino hacia el control del juego y la espontaneidad a través del desarrollo de un conocimiento “cuasi-científico” de las diferentes acciones, que ha contribuido a la subordinación del talento a la táctica y al juego colectivo.

El concepto mismo de equipo fue modificándose: se pasó del equipo como colección de solistas talentosos y volcados en el juego ofensivo, al equipo como un colectivo que es más que la suma de sus individualidades. Si antes ganaba el que mejores jugadores (dotados técnicamente para el fútbol ofensivo) tenía, ahora gana el que mejor funciona como colectivo. Ejemplo reciente del fracaso del primer tipo de equipo fue el Real Madrid de los llamados “galácticos”.

Tal vez en esto radique el famoso emparejamiento de los equipos actual, aquello de que “ya no hay rival débil”.

De ese origen queda la celebración —por encima de todo lo demás— del talento y el gol en la retina del espectador (el hincha ha ido desarrollando un criterio más resultadista, en tanto actor interesado, cada vez menos juez y más parte).

Esto puede estar afectando el modo de mirar el juego. La estética no es neutral, cada época tiene su canon de belleza. Se mira de una manera, a partir de un hábito y a través de unos valores. Eso determina qué es lo bello a nuestros ojos. Por eso está cambiando el juego actualmente: la óptica con la que se lo mira es ahora más la del hincha que la del espectador.

Esa óptica que asocia el juego con el estilo ofensivo, como toda manera de mirar, ilumina algo y oscurece otra parte. Oscurece lo que de estético tienen otros estilos, y otros gestos técnicos —individuales y sobre todo colectivos— que no son los del juego ofensivo o los del talento individual. Es decir, la estética que puede haber incluso en los equipos y movimientos más defensivos y “especuladores”, cuando están bien ejecutados.


Por ejemplo, resulta muy estética la inteligencia táctica de los buenos jugadores italianos. Todos parecen, independientemente de su talento técnico con el balón en los pies, entender en profundidad la lógica del juego, lo cual determina que tiendan a ejecutar en cada momento la jugada apropiada al desarrollo del juego: pasar, retener, desmarcarse, controlar, achicar, dejar en fuera de juego al oponente, etc.

Es muy difícil que un buen defensor italiano bueno haga lo que no debe: eludir donde es peligroso, trasladar la pelota más de que lo conveniente, perder su ubicación en el campo, etc. Eso, si se lo sabe mirar, tiene también un alto valor estético, aunque no tan obvio como un pase al vacío de Pelé, una gambeta de Maradona, o un desborde de Houseman o Garrincha.



Históricamente, se valoran en el fútbol unas cosas más que otras: la creación que la destrucción, la voluntad de búsqueda más que la de espera, la habilidad que la marca, el juego con balón que sin él, un caño que un desmarque, un centro atrás que un gol por el medio permitido porque el wing tiene los botines llenos de cal (aunque no la toque). Por eso un gran arquero o defensor hasta ahora nunca significaron lo mismo que un gran diez o un notable goleador.

La televisión también desempeña un papel en la formación de un modo de mirar y por tanto apreciar el fútbol. Privilegia la destreza individual y no el juego colectivo, el juego con balón al juego sin él, sencillamente porque en la pantalla no se ve el juego posicional de todo el equipo, sino sólo la participación de un puñado de los jugadores, y principalmente del que lleva la pelota.


No casualmente, en los últimos años, han aparecido jugadores en el seno nada menos que de la escuela brasileña —históricamente caracterizada por el talento pero también por la capacidad colectiva, por ejemplo, para ocupar la cancha—, que hipertrofian la destreza individual clásica de esa escuela a tal punto que la vuelven a veces contraproducente para el juego colectivo. Me refiero, entre otros, al mejor Ronaldinho o al mejor Rivaldo… no así al mejor o incluso al Romario menos bueno, dotado de una inteligencia táctica y una brillantez técnica sólo comparable con los tres grandes de todos los tiempos… más Platini y Zidane, claro).

A modo de conclusión

La dicotomía entre jugar bien o ganar parecce entonces falsa. Pero no porque una posición tenga la verdad contra la otra, sino porque ambas presuponen afirmaciones cuestionables por endebles, y porque ambas, al dar por válida la pregunta, refuerzan la dicotomía que ésta plantea.

La dicotomía es falsa del lado del resultadismo porque éste, contra lo que afirma, está obligado a escoger una táctica, un medio para alcanzar lo que dice es lo único que le interesa, ganar. Pero para ello no dice que no sólo tiene que escoger una táctica, sino también —y sobre todas las cosas— tiene que ejecutarla bien. Jugar bien, en dos palabras, lo cual —apoyándonos en lo ya dicho— siempre supone algún grado de estética futbolística.

La dicotomía es falsa del lado del ofensivismo porque, contra lo que dice, no se juega bien sólo a la ofensiva, sino que se puede jugar bien de muchas maneras, incluso defensivamente.

Por lo tanto, a modo de conclusión, se podría decir que jugar bien el estilo que sea es —estadísticamente, en el medio y largo plazo— un requisito para ganar. Es decir, que en casi todas las victorias hay algún grado de estética, que no radica en la victoria en sí —como diría el resultadismo—, sino en el modo en que ha sido conseguida —y no porque haya sido a la ofensiva, como diría el ofensivismo—.

Esto por supuesto no clausura la discusión, sino que la lleva a otro terreno: el de la estética de los diferentes estilos de juego bien ejecutados. Y ahí no hay verdad, sino puntos de vista, dioses en lucha, y la necesidad de elegir entre ellos, pagando siempre un precio, como ya nos había advertido el viejo Tim.

9 de junio de 2008

River Plate como metáfora

Y una tarde, River volvió a ser campeón. El club de la banda sangre acaso haya sido el mejor del torneo, y poco más se puede decir, futbolísticamente hablando. Pero injusto sería pedirle al fútbol argentino de los últimos años aquello que ni siquiera el fútbol de las ligas que cuentan con los mejores jugadores del mundo puede lograr: buen fútbol, grandes equipos, figuras que enseñen los secretos de siempre del juego y que —a la vez— amplíen ese repertorio.




Ni siquiera los campeones de las poderosas ligas de Europa practican buen fútbol ofensivo, siendo como son auténticas selecciones mundiales. Es decir, equipos con un potencial que supera incluso el que pueda tener a su disposición el seleccionador de Brasil, Italia, Alemania, Inglaterra o Argentina. Ni el Real Madrid, ni el Manchester, ni el Barcelona, ni el Inter, ni el Milan practican un fútbol a la altura de los jugadores con que cuenta (todavía se recuerda el papel del Manchester, a la postre campeón de Europa, en la eliminatoria contra el Barça en el Camp Nou).

Muchos de ellos no alcanzan a ser un auténtico equipo o, si lo son, lo consiguen a fuerza de poner el esfuerzo colectivo al servicio del músculo, la presión, la destrucción (“el equilibrio”, como se dice ahora), más que la creación, el vuelo y el juego ofensivo. El último equipo que jugó un fútbol imaginativo fue el Barcelona dirigido por Rijkaard, que consiguió la Copa de Europa de 2006. Pero no llegó a marcar una época, se diluyó tras esa conquista, a pesar de sus grandes jugadores, y por eso algunos interrogantes quedaron abiertos acerca de su real valía como equipo histórico.

Si ése es el panorama del fútbol que se nutre de las promesas mundiales (las argentinas entre ellas), absurdo sería pedirle a un equipo de la liga nacional que fuese algo más que el campeón local, el ganador del torneo. Los tiempos se ha acortado tanto, a tal punto el único sentido del fútbol argentino o brasileño es el de funcionar como cantera del fútbol europeo (pero también mexicano o ruso…), que hasta se vuelve difícil elegir qué equipo nacional es el mejor de todos.

No puede haber un equipo mejor si no hay un recorrido, si ni siquiera juegan todos contra todos, sin un tiempo de maduración y de superación, como el que proporcionaba antes un torneo largo, una temporada, a lo largo de la cual se veía la valía de un equipo no sólo por lo que hacía de bueno, sino también por cómo se reponía de los inevitables altibajos de una campaña, de las ausencias de algunos de sus jugadores (lesiones, suspensiones), de la mala fortuna, de los errores arbitrales, etc. Hoy se ha vuelto difícil distinguir al equipo campeón del que ha logrado el indudable mérito de construir una buena racha. Pero como lo que importa es quién gana, incluso cuando de torneos inverosímiles se trata (y el aficionado sabe cuáles son los que valen y cuáles no), y no quién tiene un buen o gran equipo que además logra triunfos, se habla incluso con gravedad del gran triunfador… ¡del semestre!



Y vale más el ejemplo si el protagonista es River Plate. Porque su historia está marcada —más allá de los lugares comunes del marketing y la histérica necesidad de diferenciarse de los otros clubes— por el buen juego ofensivo, las grandes individualidades de creación, el riesgo en ataque, y menos por lo táctico-estratégico, e incluso —por qué no decirlo— el temperamento y el empuje incansables.

Comparar este River con casi cualquier equipo del club que haya logrado campeonatos, incluso en los últimos años de torneos cortos (esos cuyo sentido es que permiten ventas rápidas), constituye un ejercicio duro e incluso triste ya no para el hincha, sino para cualquier buen aficionado al fútbol. Un ejercicio de inconfundible autoengaño para cualquier aficionado no educado en este fútbol ultraexitista actual, porque se sabe que el torneo no sirve más que para contar una estrella más en la guerra de números que seca el juego, y obliga a poner el orgullo de hincha en la estadística y ya no en el estilo. El torneo ya no sirve para alegrarse de una figura nueva que ha surgido, o de un nuevo estilo alcanzado, o de nuevas sociedades en el terreno de juego. Sólo sirve para sumar en la cuenta propia y restar en la del de enfrente. Sólo sirve como alegría, pero no se sabe alegría de qué.

Esto no quita méritos al campeón que acaba de consagrarse. No es sobre este plantel, ni sobre su cuerpo técnico, sobre el que hay que cargar las tintas. El fútbol argentino —y casi con seguridad se podría decir que el sudamericano— no está en condiciones de construir grandes equipos ofensivos, creativos. Sólo excepcionalmente puede conseguir armar buenos equipos basados en la solidez, en el temperamento, en la decisión y el carácter, en la voluntad de vencer, pero no especialmente destacados por su vuelo. ¿Por qué? Porque teniendo gran mérito el estilo que prima lo aguerrido, el fútbol ofensivo requiere unos talentos que —hoy por hoy— no duran en los clubes el tiempo de maduración necesario para formar un gran equipo de ataque.



Así, casi inevitablemente, este River campeón es un desdibujado equipo en comparación con los campeones que este club supo tener. Para muestra baste un botón: si los campeones de la banda roja se caracterizaron siempre por tener un diez (ni enganche, ni media punta, ni volante ofensivo: un diez) de calidad (desde Pedernera y Ermindo Onega hasta Aimar o D’Alessandro, pasando por Alonso y Gallardo), hoy carece de esta función. Ni Ortega, ni Buonanotte, ni mucho menos Abelairas (aunque algún cronista deportivo así lo crea) son ni se desempeñan como genuinos números diez. (Ortega, como dijera Alonso definiendo muy bien el puesto que brillantemente ocupó, no es diez “porque le gusta demasiado la pelota”.)

Aquí se reúnen tristemente una tendencia del fútbol mundial y una carencia del fútbol argentino: un poco porque la función del diez ha desaparecido, y otro poco porque nadie la quiere recrear, esa figura está en declive, y es residual incluso en los clubes que forjaron su juego sobre ella.



Se suele decir que la causa de esto es la preferencia del jugador polifuncional por sobre el especialista. Se aduce que el jugador especializado en una sola función resta más de lo que aporta al equipo, dado que el juego se ha vuelto más dinámico, es decir, que exige la participación constante de todos los miembros del equipo en cada una de las jugadas de un encuentro. Por lo tanto, no puede haber jugadores que —por más desequilibrantes que sean— participen de una sola suerte del juego, como desbordar y centrar (los wines fueron las primeras víctimas de esta idea), o habilitar a sus compañeros (el diez). El actual entrenador del Atlético de Madrid lo graficó hace poco al afirmar (¿admitir?) que Riquelme ponía cuatro o cinco pases magníficos de treinta metros a sus compañeros, pero no lo decía para elogiarlo, sino para preguntarse a renglón seguido… “qué hacía Riquelme el resto del tiempo”.


Esto en parte es cierto, pero encubre una preferencia por un tipo de juego. En efecto, lo que se prefiere no es el jugador polifuncional sin más, sino el polifuncional dentro del juego de presión, obstaculización y destrucción del fútbol del adversario. Para decirlo más claro: la polifuncionalidad no va a terminar con los volantes recuperadores, sino más bien todo lo contrario, al punto que comenzó siendo uno -el volante-tapón-, luego a éste se le sumó un ayudante -el ventilador o cuarto volante- y hoy ya son dos fijos centrales -el doble cinco-, cuando no una línea de tres delante de la defensa. Sin embargo, ya se ha cobrado a los wines y va en camino de hacerlo con los número diez. Sin duda, la destrucción del juego adversario es una fase clave del fútbol, incluso del ofensivo, pero no lo es todo. Sólo cuando lo es todo, sólo cuando se juega a presionar y nada más, sin saber luego qué hacer con ese balón recuperado (momento en el que deberían aparecer el diez… y los wines), entonces el diez no tiene ya lugar, porque se juega a quitarle el balón al otro, ni siquiera a tenerlo uno. Como decía Maradona hace poco “dale la pelota al más tronco del equipo contrario y presionalo”…



Entonces este River es una metáfora del fútbol argentino, como siempre lo ha sido, para bien y para mal. No resiste la comparación con los campeones anteriores del club, ni siquiera con los de tiempos recientes (léase fines de los 90 y comienzos de la del 2000).

Sus méritos son acaso los únicos que la estructura del fútbol argentino, que es la del fútbol mundial, permiten hoy desarrollar: anímicos, temperamentales, de voluntad y decisión. Valores necesarios pero no suficientes, siempre y cuando de buen fútbol ofensivo se hable. Es decir, cuando se habla de clubes como el último campeón del fútbol argentino.

15 de enero de 2008

La estadística y la interpretación del juego

Las estadísticas tienen cada vez más lugar en el fútbol. En buena medida, gracias a la televisación de los partidos. La televisión es un lugar privilegiado para dar a conocer los datos relativos a porcentaje de posesión y recuperación del balón, remates al arco, córners, tiempo neto de juego, etcétera.

En el fútbol argentino, a diferencia por caso del español, otro dato de enorme relevancia
—especialmente para los hinchas, no tanto para los aficionados— es el historial de cada equipo contra los demás. Esto se lleva al paroxismo en el caso de los clásicos, al punto de que hay auténticas disputas historiográficas entre académicos para dilucidar si son, digamos, 56 ó 55 los triunfos de un equipo u otro, sobre un total de 133 partidos disputados…

Pero ¿se conoce algo del fútbol como juego a través de las estadísticas?



El fútbol no es matemático, exacto, susceptible de ser explicado o atrapado (¿encerrado?) por una estadística. En ese sentido, es similar a cualquier otra actividad humana creativa. Esto remite a un problema metodológico que muchas veces se soslaya: la estadística suele presentar, y sus receptores así los suelen interpretar, los datos como hechos, como reflejo exacto o puro de unos presuntos hechos duros, independientes de la forma de mirarlos o relevarlos del que hace la estadística. Como si fueran, en definitiva, la verdad. Ahí radica la potencia autolegitimadora de la estadística. Lo que no se tiene en cuenta es que el dato no es el único modo de dar cuenta de una misma situación, y que además el dato debe en cualquier caso ser interpretado, pues él solo no dice nada: el que lo lee lo tiene que hacer hablar. Sin ir más lejos, el propio resultado de un partido no necesariamente explica el trámite de éste.

Los remates

Veamos, por ejemplo, la cuestión de los remates de un equipo durante un partido. La estadística suele distinguir entre remates al arco y remates afuera. El criterio que organiza esta distinción presupone que el remate al arco es más peligroso que el remate afuera. Así, la estadística invita a deducir que a más remates al arco, más peligro ha producido un equipo, y por el contrario, cuanto más remates afuera, menos peligro o incluso menos calidad del equipo (un ataque con menos puntería o menos coordinado, digamos).



Esto en el fútbol, sencillamente, no es verdad. La correlación sugerida por el criterio que organiza la estadística entre tiros y poder ofensivo demostrado no es cierta. Baste con recordar que el remate de Pelé contra Mazurkiewicz (ver fotos arriba), en la semifinal Brasil-Uruguay del Mundial de 1970, sale afuera, rozando el palo del arco uruguayo (en 1972, Alonso lograría hacer ese gol, contra Independiente, lo que le valió el apodo de "Pelé blanco" [ver foto abajo]). Igual suerte corre el disparo de Maradona en el amistoso Inglaterra-Argentina jugado el 13 de mayo de 1980 en Wembley (ver fotos abajo), en la famosa apilada que significa a la postre el borrador de “la jugada de todo los tiempos” del Mundial de 1986, ante el mismo rival.

Por el contrario, una mala definición de un delantero cualquiera, solo ante el arquero, en la que éste termina conteniendo la pelota, no es otra cosa que un tiro al arco. También lo es un tiro libre técnicamente mal ejecutado, que el arquero atrapa sin esfuerzo alguno. O un tiro (“una masita”, “le pegó con el diario”) de 25 metros, recto, de puntín, que el arquero para con sus pies…



¿Dónde hay más coordinación, técnica, peligro en definitiva, en un tiro al arco o en un tiro que se va afuera? El criterio estadístico es insuficiente, cuando menos, para indicar lo que pretende. Esa distinción entre tiros al arco y tiros afuera no da cuenta de lo que se busca explicar: cuánto peligro ha creado un equipo durante un tiempo o todo el partido. Objeciones similares se pueden hacer con otros datos (goles convertidos, puntos obtenidos, rachas de victorias o derrotas, etc.)

Los historiales

Otro problema se plantea con los famosos historiales. Algunos afirman que las estadísticas “están para romperlas” o quebrarlas, mientras que otros —los hinchas sobre todo, en especial cuando el dato les favorece, pero también algunos periodistas deportivos— las absolutizan como verdades insuperables. Así, o bien no sirven de nada como antecedente, o bien “nacieron hijos nuestros, hijos nuestros morirán”…


Ni una cosa, ni la otra. El historial entre dos rivales, especialmente en los clásicos, no se puede afirmar que no tiene ninguna relevancia, pero tampoco que tiene la relevancia que el hincha cree que tiene. Y no por una cuestión de grado, sino porque su importancia radica en otro sitio diferente del que comúnmente le atribuye el hincha.

El historial entre dos equipos tiene relevancia no en sí mismo, sino en la medida en que es conocido, principalmente, por los involucrados directos, es decir, técnicos y jugadores (aunque también por los indirectos, los hinchas en la calle y en la cancha). Y esto porque es un elemento que contribuye o puede contribuir junto con otros para construir la autopercepción o autoimagen de cada equipo, y también una imagen del rival. Ambas imágenes, en un juego que supone un choque frontal, sin mediación (una suma cero: lo que gana uno lo pierde el otro), es decisivo. El fútbol es (también) un estado de ánimo.

Por eso, es más probable que para los involucrados directos pese más la estadística reciente, la que los ha tenido como protagonistas, pues remite a una experiencia subjetiva propia, no ajena. No obstante, las estadísticas de un tiempo más lejano también pueden influir —siempre que sean conocidas por esos involucrados directos; en esto suelen jugar un papel clave los hinchas, que se las hacen saber en la calle y en la cancha—, pues crean un clima, una sensación, una idea de qué puede pasar o de qué va a pasar en el partido.

Los hinchas conocen bien esa sensación. Nada peor para un hincha que ese miedo o fatalismo que lo invade cuando su equipo le va ganando a ese otro con el cual siempre pierde, o está a punto de consagrarse en un torneo que se le ha escapado increíblemente en otras oportunidades, porque siente no obstante que al final se cumplirá el sino de la derrota… Eso mismo les pasa a los jugadores o a los técnicos. Son las profecías autocumplidas: si tengo la sensación de que al final perderemos, ya estoy contribuyendo a que eso ocurra.


Precisamente porque es importante que los involucrados directos conozcan ese historial, es que hay un elemento contextual, que las estadísticas no captan, que se está volviendo decisivo para minar el poder de la estadística: el cambio continuo de los planteles profesionales. Porque la identificación con el club es menor, por no decir nula, lo cual lleva a que los jugadores (e incluso técnicos) no conozcan la historia particular del club: sus traumas históricos (rivales, torneos, instancias que se suelen atragantar…).

Los datos y el sentido

En definitiva, el dato estadístico no debe ser visto como un reflejo puro de la totalidad del hecho que busca explicar, sino sólo como una posibilidad, un tipo de encuadre del hecho, discutible y dependiente de otras variables externas que muy a menudo son puestas de costado. El dato, además, debe ser interpretado.

El fútbol, en tanto acción humana, tiene un sentido que es lo que se debe buscar reconstruir y entender. La estadística, sobre todo en estos tiempos exitistas, se vale del dato para clausurar ese sentido, presentando una última palabra irrefutable. Cuando esto es así, se está entonces ante el síntoma de que esa estadística obstruye más que lo que ayuda a la comprensión de lo ocurrido, pues anula la interminable dinámica de interpretaciones a que el fútbol da lugar por ser un juego.

17 de diciembre de 2007

El día antes

En el fútbol, tal vez más que en cualquier otro juego, la derrota y la victoria están muchas veces separadas por una barrera débil y vidriosa. Se trata, por tanto, de un juego matizado, donde domina el gris. Sin embargo, el blanco y el negro son los colores con los que habitualmente se lo pinta.

Salvo excepciones, los medios y también los hinchas, hacen ver y ven la realidad del fútbol en términos excluyentes de éxito (victoria) o fracaso (derrota). Se opera así una reducción brutal de la comprensión del juego.

Así como la derrota y la victoria suelen estar en el filo de la navaja en cada partido, otro tanto ocurre con los ciclos más exitosos de los equipos.

En efecto, esos ciclos suelen arrancar de situaciones malas o muy malas, y —lo que es más importante— sin grandes cambios de nombres. Así ocurrió con los mejores ciclos de al menos tres de los grandes argentinos: el Racing del ’66, el River del ’86 y el Boca del ’98.

Sin embargo, cuando un equipo —en especial si es de los denominados "grandes"— se encuentra en un presente malo en términos de juego y resultados, tal situación se presenta y ve como algo irremediable, como un completo y absoluto fracaso, del cual nada cabe ser conservado. No casualmente, los aficionados de River Plate cantaron en los últimos partidos del recién finalizado Apertura ‘07 aquello de “que se vayan todos, que no quede ni uno solo”.

El Racing del ‘66

Al finalizar la primera rueda del torneo de 1965, Racing, que había ganado su último campeonato en 1961, ocupaba el último lugar de la tabla de posiciones. Su técnico José García Pérez renunció y el 19 de septiembre, después de que varios entrenadores rechazaran el cargo, asume Juan José Pizzutti, que había tenido un inicial y fugaz paso como técnico en Chacarita.


Con los mismos jugadores y unos cambios posicionales —Perfumo pasó de “6” a “2” y Basile, de “5” a “6”—, debutó ganándole 3-1 a River, entonces puntero del campeonato, e inició una gran remontada en la segunda rueda que, a la postre, se continuaría en una racha histórica hasta alcanzar, en el torneo siguiente, 39 partidos sin derrotas. Al final del torneo de 1965, y después de 14 fechas invicto, alcanzó la sexta posición sobre 18 equipos. Había escalado 12 puestos.

"Al iniciar mi ciclo en Racing, en 1965, no prometí absolutamente nada, porque las cosas estaban muy difíciles y peleábamos el descenso, pero con el correr de los partidos los jugadores empezaron a creer en el estilo de juego, en el entrenador y, sobre todo, en ellos mismos", explicaba Pizzutti durante una charla en noviembre pasado.

Cabría decir que nadie vió el inicio del ciclo del “Equipo de José”, cuyos máximos logros fueron: establecer —desde el primer partido que dirigió Pizzutti— el récord de 39 partidos sin perder en torneos oficiales argentinos (cayó en la fecha 26 del torneo de 1966 frente a River Plate por 2-0 en el Monumental; véase más abajo la correspondiente tapa de El Gráfico), que duraría treinta y tres años;
coronarse campeón de 1966 (incorporando a Mori, de Independiente; a Nelson Chabay; a Norberto Raffo y a Jaime Martinoli, de Banfield; más la vuelta de Italia de Humberto Maschio, la figura del equipo) perdiendo un único partido; ganar la Copa Libertadores, y luego la Intercontinental, el 4 de noviembre 1967, siendo el primer equipo argentino en conseguirlo.
En total, la campaña de ese equipo de Racing, desde el 19-9-65 al 17-12-67, fue la siguiente: jugó 93 partidos, ganó 45, empató 35 y perdió 13. Convirtió 136 goles y recibió 77. La racha internacional de 1967 fue así: jugó 23, ganó 16, empató 4 y perdió 3. Marcó 47 goles y recibió 16.

El River del ‘86

River había ganado el campeonato Nacional de 1981, bajo la dirección técnica de Alfredo Di Stéfano, que sustituía al despedido Ángel Labruna. No obstante, la base de ese equipo era la que Labruna había constuido en 1975, más la incorporación —a comienzos de 1981— de Mario A. Kempes, quien marcaría el gol decisivo en la final contra Ferrocarril Oeste.

El recambio de jugadores, que ya había empezado el propio Di Stéfano, contribuyó para que River no volviera a ganar el torneo hasta la temporada 1985-1986. Durante ese lapso realizó, entre muchas malas campañas y continuos cambios de técnico, la peor campaña de su historia en 1983, al quedar anteúltimo (no descendió por el sistema de promedios decidido en 1982).

En la última fecha de la primera rueda del torneo de Primera División de 1984, el equipo millonario pierde el 5 de agosto de visitante con Unión de Santa Fé por 5 a 1 y el técnico Luis Cubilla se va. Había conseguido 6 victorias, 8 empates y 4 derrotas, pero el rendimiento del equipo era peor que lo que los números indicaban, especialmente a partir de la clarísima derrota en ambas finales del Nacional 1984 contra Ferrocarril Oeste, que se jugaron en mayo, ya iniciado ese torneo de Primera División. Luego de varios técnicos interinos, el 30 de septiembre asume la dirección técnica Héctor Rodolfo Veira. Bajo su conducción, y ya sin poder pelear el campeonato, River pierde 4, gana 7 y empata 4 partidos, y finaliza cuarto el torneo que consagra a Argentinos Juniors.


Para el Nacional de 1985, jugado en la primera mitad del año, River mejora notablemente, y pierde el acceso a la final a manos de Vélez Sársfield, que acabaría perdiendo con Argentinos Juniors el torneo. Luego, como es sabido, se consagra campeón del campeonato 1985-86 con diez puntos de ventaja, cinco fechas antes del final, jugando un fútbol brillante y obteniendo triunfos históricos, como el 2-0 ante Boca en la Bombonera, “el día de la pelota naranja” (en verdad, sólo se jugó el primer tiempo con ese balón, por la cantidad de papelitos que había en el terreno de juego; el segundo gol, en el segundo tiempo, lo hace Alonso de tiro libre con la tradicional pelota Tango blanca).

Del equipo titular (Pumpido; Gordillo, Borelli, Ruggeri y Montenegro; Enrique, Gallego, Alfaro y Morresi; Amuchástegui y Francescoli), en esa temporada se habían incorporado Ruggeri, Amuchástegui y Morresi (también se habían sumado, entre otros, Gareca y Nelson Gutiérrez). Veira, como Pizzutti en Racing, se manejó con los mismos jugadores, e hizo unos pocos cambios posicionales decisivos, según el mismo contaba: “pasamos a Alfaro a la izquierda, retrasamos unos metros a Enrique”. No hace falta decir que ese equpo, al que se sumaron Juan Funes y Antonio Alzamendi en reemplazo de Amuchástegui y Francescoli, ganaría la Libertadores y la Intercontinental en 1986 por primera vez para el club de la banda sangre.

Ese 14 de diciembre, en Tokio, se cerraba el ciclo más brillante en términos de resultados, y entre los dos o tres más lucidos en cuanto a juego, de River Plate en su historia.

Otra vez, un ciclo exitosísimo había comenzado insensiblemente, a mitad de torneo, en medio de una crisis de juego y resultados, y apoyado en los mismos jugadores que venían de malas y/o irregulares campañas.

Así lo confirmaría Veira, años después, al relatar cómo fue el
momento de su llegada: "El clima era bastante duro. El equipo tenía un bajo promedio y había que levantarlo. Pero la idea era salir campeón. Y fuimos armando el plantel de menor a mayor. Me encontré con un grupo de muchachos de alta calidad, competitivo, grandes jugadores y muy buenos a nivel humano. Las características técnicas eran bárbaras. Se armó un equipo espectacular, sin envidia ni egoísmo. El que jugaba daba lo mejor y al que se quedaba afuera lo alentaba. Y al final quedó en la historia".

El insólito pero real objetivo prioritario del club de salvarse del descenso lo corrobora Norberto Alonso: "Cuando volví a River en el ´84 el equipo tenía problemas con el promedio. Entonces estaba arreglando el contrato con un dirigente y me dice: 'estamos preocupados por el tema del descenso'. Ahí me levanté y le respondí 'en mi mesa no se habla de descensos, se habla de campeonatos'".

Sólo el técnico, probablemente, entrevió las potencialidades que ese equipo tenía. De ello da fe el hecho de que escribiera en 1984, en el pizarrón del vestuario: "Rumbo a Tokio. Con serenidad, con humildad y con trabajo, este plantel puede quedar en la historia de River".

Del equipo que se consagraría en Japón (Pumpido; Gordillo, Gutiérrez, Ruggeri, Montenegro; Enrique, Gallego, Alonso y Alfaro; Alzamendi y Funes; ver foto debajo), sólo tres se habían incorporado bajo la dirección de Veira (Ruggeri, Gutiérrez y Funes), mientras uno en verdad había vuelto al club (Alzamendi, que ya había estado en 1982).



Por otra parte, cabe destacar que la delantera titular del equipo fue transferida antes del inicio de la Copa Libertadores. En efecto, su principal estrella junto con Norberto Alonso, Enzo Francescoli, pasó al Racing de Paris, y el hasta entonces wing derecho titular, Luis Amuchástegui, también fue transferido a mediados de 1986. Eso impidió que Francescoli disputara la Copa Libertadores de ese año, en la cual Amuchástegui participó muy poco. También fueron importantes en ese ciclo Ramón Centurión, incorporado por Veira, y Néstor Gorosito, proveniente de las inferiores, así como otros jugadores surgidos del semillero, que no obstante jugaron menos: Pedro Troglio, Claudio Caniggia y Sergio Goycoechea.

El Boca Juniors de 1998

El ciclo más exitoso de la historia de Boca Juniors se inicia en julio de 1998. En ese momento, el último torneo local que había obtenido Boca era el Apertura 1992, el cual a su vez lo había alcanzado once años después del Metropolitano 1981.

Entre 1992 y 1998 hubo campañas irregulares y malas, y alguna excepción. Muchos técnicos de estilos diferentes y hasta opuestos pasan por el club: Menotti (1993-94), Bilardo (1996) y Veira (1997-98), por nombrar los más conocidos.

Entre el Apertura 1992 y el Apertura 1998, cuando vuelve a ser campeón, Boca disputa once torneos. Obtiene el subcampeonato en el Apertura 1997, dirigido por Héctor Veira, con un puntaje propio de un campeón (44 puntos: 13 ganados, 5 empatados, una derrota). Fue superado sólo por un punto por uno de los mejores conjuntos de River Plate que se veían tras el multicampeón de 1986. En los restantes torneos, Boca obtuvo tres cuartos puestos, un quinto, un sexto y dos séptimos lugares, un noveno, un décimo y un decimotercer puesto.

Especialmente crítica es la manera en que pierde el Apertura 1995. Tras la vuelta al club de Diego Maradona después de catorce años, Boca marcha invicto y alcanza a tener seis puntos de ventaja sobre el segundo, Vélez Sársfield, a falta de cinco partidos (quince puntos en juego). Pero llegará a la última jornada ya sin posibilidades de ser campeón.

En efecto, sólo alcanza a empatar tres partidos y pierde dos de los últimos cinco. Uno de modo espectacular contra Racing en la Bombonera (4-6), que significa la pérdida del invicto y el inicio de la caída, que se hace definitiva con la derrota en el siguiente partido por 1-2 frente a Estudiantes —tras ir ganando 1-0 y contar con un jugador más—. El equipo platense, además, hizo esa noche de local muy lejos de su estadio y muy cerca de la Bombonera, en Independiente. Vélez gana esos cinco últimos juegos y se corona campeón, dirigido por Carlos Bianchi.

Durante ese lapso entre los dos torneos obtenidos de 1992 y 1998, Boca sufre algunas notables derrotas como local, ciertamente inusuales en su historia: 0-3 contra River Plate en el Clausura 1994, equipo que en la fecha siguiente se consagraría campeón invicto; la ya citada por 4-6 contra Racing Club en el Apertura ’95; 0-6 contra Gimnasia y Esgrima La Plata en el Clausura 1995, el día en que se inauguraba la remodelación parcial del Estadio Camilo Cichero; y 0-4 contra Platense, en la segunda fecha del Clausura 1998.

Durante esos años, el mayor logro de Boca Juniors es la supremacía que alcanza en los clásicos contra River Plate. Entre el Apertura 92 y el Clausura 98 (el inmediatamente anterior al primero ganado con Bianchi), se disputan 14 clásicos (incluidos dos partidos internacionales por la Supercopa 1994): Boca gana 8, River sólo 2 y empatan 4.

Algunas de esas victorias frente al tradicional rival son notables, como el 4-1 en la Bombonera el 14 de julio de 1996, con tres goles del ex jugador del semillero de River, Claudio Caniggia. Esta victoria tuvo una significación especial porque el conjunto millonario acababa de alzarse con la segunda Copa Libertadores de su historia.

El ciclo de 1998 se inicia el 2 de julio cuando Carlos Bianchi asume la dirección técnica del equipo. Hacía seis años que Boca no salía campeón. Bianchi venía de llevar a Vélez Sársfield al mayor ciclo de triunfos de toda su historia.


En el torneo anterior, el Clausura 1998, Boca había quedado sexto, sufriendo algunas derrotas por goleada contra equipos denominados “chicos”: la referida más arriba contra Platense en la segunda fecha, y un 1-4 contra Ferrocarril Oeste en la fecha 13 de visitante, que cierra las posibilidades del campeonato y provoca la salida del técnico Héctor Veira.

Las diferencias internas entre los jugadores trascendieron públicamente cuando al perder toda chance de alcanzar ese campeonato, uno de los principales jugadores del equipo, Diego Latorre, afirmó “esto parece un cabaret y no un equipo de fútbol. Cada vez que perdemos hay declaraciones en contra de unos y otros”.

Bianchi logrará los dos primeros torneos que disputa, el Apertura 1998 y el Clausura 1999. El primero de manera invicta, y en el segundo sólo pierde un partido. Alcanza así el récord de 40 partidos sin derrotas en torneos oficiales del fútbol argentino, y por tanto destrona… al Racing de Pizzutti (39 cotejos sin perder en 1966).

Como el Racing del ’66 y el River del ’86, logra alcanzar la cima de éxitos a la primera, pues logra el Apertura, el Clausura, la Copa Libertadores y la Intercontinental la primera vez que los disputa.

El Boca del ’98 supera en logros a Racing ’66 y a River ’86, pues alcanza el bicampeonato local (si bien cada torneo es ahora de una rueda), y el bicampeonato de la Libertadores (antes obtenido por Boca en 1977 y 1978). En la Intercontinental no pudo repetir el logro que había alcanzado ante el Real Madrid en 2000, al caer en el tiempo de alargue ante el Bayern Munich en 2001.

Bianchi logra formar un once que pronto “se repite de memoria”: Córdoba; Ibarra, Bermúdez, Samuel y Arruabarrena; Basualdo, Serna, Cagna y Riquelme; Guillermo Barros Schelotto y Palermo. De ese equipo, sólo Ibarra había llegado con Bianchi al club (también lo hicieron Pereda y Barijho; Basualdo había retornado desde Vélez).


En el equipo que se consagra el 28 de noviembre de 2000 ante el Real Madrid en Tokio, Traverso, Matellán, Battaglia y Delgado reemplazan a Samuel, Arruabarrena, Cagna y Barros Schelotto, respectivamente, tomando como referencia aquel equipo tipo inicial ya mencionado. Salvo Marcelo Delgado, incorporado a inicios de 2000, el resto de los “reemplazantes” ya estaba en el club antes de la llegada de Bianchi.

A modo de conclusión

Estas notas pretendían recorrer el inicio de los ciclos más exitosos de tres equipos grandes argentinos. Los tres se dieron en décadas diferentes y, por tanto, en épocas diferentes del fútbol, tanto como juego cuanto como objeto de mercado.

Podrá parecer que en estos apuntes se cae en algunas contradicciones. Primera, la sobrevaluación de la figura de los técnicos como creadores de equipos ex nihilo (e incluso en la valoración positiva de la sustitución del entrenador como remedio, en tanto revulsivo para situaciones críticas). En segundo lugar, y contra la proposición inicial de crítica del maniqueísmo exitista, pareciera que paradójicamente se cae en una valoración del éxito per se.

Pero no. Contra la sobrevaloración del papel de los técnicos, lo que en estas notas se busca enfatizar es que, en los tres casos, los jugadores que protagonizan la recuperación básicamente eran los mismos, pues en su mayoría los planteles quedaron conformados por los integrantes heredados del ciclo inmediato anterior. El cual, por otra parte, en dos de los casos (Racing y River), era similar en lo malo (ambos equipos se enfrentaban al fantasma del descenso), y, en el tercer caso (Boca Juniors), era malo aunque no tan crítico como aquéllos, si bien se añadía el componente de la fuerte descomposición interna del plantel, y la herencia de 12 torneos con una performance notablemente por debajo de la media histórica del club, en una época —como los ’90, y a diferencia de los ’60 u ‘80— de mayor presión mercantil sobre los clubes.

Por lo tanto, lo que se quiere subrayar es lo opuesto a la exageración del rol unilateral del director técnico. Por el contrario, en los tres casos, es más bien una evanescente conjunción entre técnico y jugadores lo que parece estar en la base del éxito colectivo. En los tres casos, además, no se trató de una mera serie de triunfos estadísticos, sino de la conformación de grandes equipos de fútbol, más allá de las diferencias de épocas, estilos y escuelas.

“¿Dónde está la Novena Sinfonía antes de crearse?”, se pregunta el filósofo Isaiah Berlin en uno de sus textos. Algo similar podría interrogarse acerca de esa creación colectiva hecha de habilidad y técnica que es el fútbol. Y, en ambos casos, un cierto misterio parece envolver la respuesta, acaso por tratarse de sendas actividades humanas y creativas.