9 de junio de 2008

River Plate como metáfora

Y una tarde, River volvió a ser campeón. El club de la banda sangre acaso haya sido el mejor del torneo, y poco más se puede decir, futbolísticamente hablando. Pero injusto sería pedirle al fútbol argentino de los últimos años aquello que ni siquiera el fútbol de las ligas que cuentan con los mejores jugadores del mundo puede lograr: buen fútbol, grandes equipos, figuras que enseñen los secretos de siempre del juego y que —a la vez— amplíen ese repertorio.




Ni siquiera los campeones de las poderosas ligas de Europa practican buen fútbol ofensivo, siendo como son auténticas selecciones mundiales. Es decir, equipos con un potencial que supera incluso el que pueda tener a su disposición el seleccionador de Brasil, Italia, Alemania, Inglaterra o Argentina. Ni el Real Madrid, ni el Manchester, ni el Barcelona, ni el Inter, ni el Milan practican un fútbol a la altura de los jugadores con que cuenta (todavía se recuerda el papel del Manchester, a la postre campeón de Europa, en la eliminatoria contra el Barça en el Camp Nou).

Muchos de ellos no alcanzan a ser un auténtico equipo o, si lo son, lo consiguen a fuerza de poner el esfuerzo colectivo al servicio del músculo, la presión, la destrucción (“el equilibrio”, como se dice ahora), más que la creación, el vuelo y el juego ofensivo. El último equipo que jugó un fútbol imaginativo fue el Barcelona dirigido por Rijkaard, que consiguió la Copa de Europa de 2006. Pero no llegó a marcar una época, se diluyó tras esa conquista, a pesar de sus grandes jugadores, y por eso algunos interrogantes quedaron abiertos acerca de su real valía como equipo histórico.

Si ése es el panorama del fútbol que se nutre de las promesas mundiales (las argentinas entre ellas), absurdo sería pedirle a un equipo de la liga nacional que fuese algo más que el campeón local, el ganador del torneo. Los tiempos se ha acortado tanto, a tal punto el único sentido del fútbol argentino o brasileño es el de funcionar como cantera del fútbol europeo (pero también mexicano o ruso…), que hasta se vuelve difícil elegir qué equipo nacional es el mejor de todos.

No puede haber un equipo mejor si no hay un recorrido, si ni siquiera juegan todos contra todos, sin un tiempo de maduración y de superación, como el que proporcionaba antes un torneo largo, una temporada, a lo largo de la cual se veía la valía de un equipo no sólo por lo que hacía de bueno, sino también por cómo se reponía de los inevitables altibajos de una campaña, de las ausencias de algunos de sus jugadores (lesiones, suspensiones), de la mala fortuna, de los errores arbitrales, etc. Hoy se ha vuelto difícil distinguir al equipo campeón del que ha logrado el indudable mérito de construir una buena racha. Pero como lo que importa es quién gana, incluso cuando de torneos inverosímiles se trata (y el aficionado sabe cuáles son los que valen y cuáles no), y no quién tiene un buen o gran equipo que además logra triunfos, se habla incluso con gravedad del gran triunfador… ¡del semestre!



Y vale más el ejemplo si el protagonista es River Plate. Porque su historia está marcada —más allá de los lugares comunes del marketing y la histérica necesidad de diferenciarse de los otros clubes— por el buen juego ofensivo, las grandes individualidades de creación, el riesgo en ataque, y menos por lo táctico-estratégico, e incluso —por qué no decirlo— el temperamento y el empuje incansables.

Comparar este River con casi cualquier equipo del club que haya logrado campeonatos, incluso en los últimos años de torneos cortos (esos cuyo sentido es que permiten ventas rápidas), constituye un ejercicio duro e incluso triste ya no para el hincha, sino para cualquier buen aficionado al fútbol. Un ejercicio de inconfundible autoengaño para cualquier aficionado no educado en este fútbol ultraexitista actual, porque se sabe que el torneo no sirve más que para contar una estrella más en la guerra de números que seca el juego, y obliga a poner el orgullo de hincha en la estadística y ya no en el estilo. El torneo ya no sirve para alegrarse de una figura nueva que ha surgido, o de un nuevo estilo alcanzado, o de nuevas sociedades en el terreno de juego. Sólo sirve para sumar en la cuenta propia y restar en la del de enfrente. Sólo sirve como alegría, pero no se sabe alegría de qué.

Esto no quita méritos al campeón que acaba de consagrarse. No es sobre este plantel, ni sobre su cuerpo técnico, sobre el que hay que cargar las tintas. El fútbol argentino —y casi con seguridad se podría decir que el sudamericano— no está en condiciones de construir grandes equipos ofensivos, creativos. Sólo excepcionalmente puede conseguir armar buenos equipos basados en la solidez, en el temperamento, en la decisión y el carácter, en la voluntad de vencer, pero no especialmente destacados por su vuelo. ¿Por qué? Porque teniendo gran mérito el estilo que prima lo aguerrido, el fútbol ofensivo requiere unos talentos que —hoy por hoy— no duran en los clubes el tiempo de maduración necesario para formar un gran equipo de ataque.



Así, casi inevitablemente, este River campeón es un desdibujado equipo en comparación con los campeones que este club supo tener. Para muestra baste un botón: si los campeones de la banda roja se caracterizaron siempre por tener un diez (ni enganche, ni media punta, ni volante ofensivo: un diez) de calidad (desde Pedernera y Ermindo Onega hasta Aimar o D’Alessandro, pasando por Alonso y Gallardo), hoy carece de esta función. Ni Ortega, ni Buonanotte, ni mucho menos Abelairas (aunque algún cronista deportivo así lo crea) son ni se desempeñan como genuinos números diez. (Ortega, como dijera Alonso definiendo muy bien el puesto que brillantemente ocupó, no es diez “porque le gusta demasiado la pelota”.)

Aquí se reúnen tristemente una tendencia del fútbol mundial y una carencia del fútbol argentino: un poco porque la función del diez ha desaparecido, y otro poco porque nadie la quiere recrear, esa figura está en declive, y es residual incluso en los clubes que forjaron su juego sobre ella.



Se suele decir que la causa de esto es la preferencia del jugador polifuncional por sobre el especialista. Se aduce que el jugador especializado en una sola función resta más de lo que aporta al equipo, dado que el juego se ha vuelto más dinámico, es decir, que exige la participación constante de todos los miembros del equipo en cada una de las jugadas de un encuentro. Por lo tanto, no puede haber jugadores que —por más desequilibrantes que sean— participen de una sola suerte del juego, como desbordar y centrar (los wines fueron las primeras víctimas de esta idea), o habilitar a sus compañeros (el diez). El actual entrenador del Atlético de Madrid lo graficó hace poco al afirmar (¿admitir?) que Riquelme ponía cuatro o cinco pases magníficos de treinta metros a sus compañeros, pero no lo decía para elogiarlo, sino para preguntarse a renglón seguido… “qué hacía Riquelme el resto del tiempo”.


Esto en parte es cierto, pero encubre una preferencia por un tipo de juego. En efecto, lo que se prefiere no es el jugador polifuncional sin más, sino el polifuncional dentro del juego de presión, obstaculización y destrucción del fútbol del adversario. Para decirlo más claro: la polifuncionalidad no va a terminar con los volantes recuperadores, sino más bien todo lo contrario, al punto que comenzó siendo uno -el volante-tapón-, luego a éste se le sumó un ayudante -el ventilador o cuarto volante- y hoy ya son dos fijos centrales -el doble cinco-, cuando no una línea de tres delante de la defensa. Sin embargo, ya se ha cobrado a los wines y va en camino de hacerlo con los número diez. Sin duda, la destrucción del juego adversario es una fase clave del fútbol, incluso del ofensivo, pero no lo es todo. Sólo cuando lo es todo, sólo cuando se juega a presionar y nada más, sin saber luego qué hacer con ese balón recuperado (momento en el que deberían aparecer el diez… y los wines), entonces el diez no tiene ya lugar, porque se juega a quitarle el balón al otro, ni siquiera a tenerlo uno. Como decía Maradona hace poco “dale la pelota al más tronco del equipo contrario y presionalo”…



Entonces este River es una metáfora del fútbol argentino, como siempre lo ha sido, para bien y para mal. No resiste la comparación con los campeones anteriores del club, ni siquiera con los de tiempos recientes (léase fines de los 90 y comienzos de la del 2000).

Sus méritos son acaso los únicos que la estructura del fútbol argentino, que es la del fútbol mundial, permiten hoy desarrollar: anímicos, temperamentales, de voluntad y decisión. Valores necesarios pero no suficientes, siempre y cuando de buen fútbol ofensivo se hable. Es decir, cuando se habla de clubes como el último campeón del fútbol argentino.